A través de los fragmentos que te ofrezco, podrás descubrir algunos de los temas a los que hago referencia en mi novela: la desesperación, la hipocresía, el caos… Espero que estos pasajes despierten tu interés por la obra.
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Debido a la falta de ventilación y al sudor acumulado a lo largo de los meses, la habitación desprendía un penetrante olor avinagrado. Aquella era la fetidez de la descomposición de un cuerpo y no la emanación de un ser humano aferrado a su existencia. El hedor de las heces y los vómitos esparcidos alrededor del agonizante hacían imposible la regeneración del ambiente.
El impedido asimiló que su hijo jamás se molestaría en asearlo ni en ocuparse de la limpieza del cuarto; se limitaría a cambiarle el pañal (de una manera brusca y degradante) y a obligarle a tragarse el asqueroso brebaje proteico que lo mantenía con vida, sin embargo, ya pasaban de las once de la noche y todavía no lo había atendido. El nerviosismo se apoderó del lisiado, que sufrió un desquiciante ataque de pánico, imperceptible para cualquier humano debido a la parálisis de su cara y a la inexpresividad de sus ojos.
Sumergido en el particular duermevela de la dipsomanía, siguió analizando su alcoba: se fijó en la silla, que ejercía de perchero, y en el baúl, que contenía los pocos objetos que definían su existencia. Se dejó caer sobre el lado izquierdo y fijó la mirada en el suelo; se concentró en el espacio iluminado por el haz de luz y no tardó en aceptar el reto que le proponía el macabro creador de los baldosines: debía detectar los rostros espectrales y las aberrantes imágenes ocultas entre los dibujos que los adornaban. ¿Qué representaban esas horrendas figuras? ¿Solo eran el resultado de un conjunto de vetas, claros y zonas oscurecidas al azar? ¿Fue consciente su progenitor de los monstruos que había engendrado? ¿Y por qué tétrico mandato debía Cristian localizarlos y sacarlos de su escondite? Las divagaciones y las paranoias se fueron difuminando con el cansancio; se dio la vuelta y volvió a sumirse en un profundo sueño.
Fragmento del capítulo VI de la 1.ª parte
Siguiendo la tónica habitual, el Capataz dictaminó que dos de sus hombres despejaran la entrada y que el resto continuara sosteniendo el cuerpo del fenecido. De repente, les ordenó que se detuvieran; una pequeña caja rectangular de madera, sellada con clavos, había llamado su atención. No era la primera vez que se encontraba con algo similar. Introdujo un cuchillo por debajo de la tapa para hacer palanca y ejerció presión hasta que se soltaron los clavos. Sus sospechas se confirmaron.
Se trataba del cadáver de un recién nacido abandonado a su suerte. Se podía apreciar que la muerte era reciente; afortunadamente, gracias al hermetismo de la caja, las ratas no pudieron celebrar su habitual festín y el pequeño cuerpo todavía presentaba un aspecto placentero. Al Capataz se le encogió el corazón. Tragó saliva y miró a su alrededor, pues no le hubiera sorprendido que la madre del pequeño todavía merodease por allí, observándolo todo detrás de algún montículo de basura.
Al otro lado de la puerta se encontraban las sonrosadas mejillas de un sujeto de estatura media que debía rondar la misma edad que don Eusebio. Vestía un traje gris con corbata azul; como la chaqueta estaba desabrochada, se veía claramente que su camisa blanca estaba adornada con un enorme surco de sudor en cada axila. Llevaba ropa holgada para disimular su ostensible barriga, en la que nadie reparaba porque el cenagal de caspa que le cubría los hombros atraía todas las miradas. A pesar de que algunos pelos se atascaban con frecuencia en aquel lodazal, lo cierto es que aún conservaba algunos mechones blancos que le cubrían con éxito buena parte de la cabeza. Los restos de su último festín actuaban como colorantes naturales en su barba desaliñada, teñida de un color amarillento que se extendía por su irregular dentadura y por la saliva de la comisura de sus labios. Tenía las manos entrelazadas y se entretenía haciendo chocar las yemas de sus rechonchos pulgares; al mismo tiempo, su inabordable cintura no dejaba de bascular produciendo un efecto hipnótico. No menos llamativo era el peculiar calzado del visitante: unas sandalias de suela de caucho sujetadas con unas tiras de cuero entrelazadas que parecían elevarlo a la condición de falso profeta.
Una vez a salvo, le echó un último vistazo a aquel lugar reservado para el juego. Se imaginó a los niños correteando de un lado para otro, intercambiándose canicas o confabulándose para perpetrar la próxima travesura. A las niñas las ubicó en los rincones más soleados, dispuestas a encandilar y atolondrar, por el resto de sus días, a cualquier bendito que cometiera el fatídico error de intercambiarles una sonrisa. Llegó a la conclusión de que, mientras los demás alumnos se veían obligados a compartir el patio donde ahora se encontraban los comensales, estos pequeños privilegiados contaban con un área de recreo únicamente para ellos, por muy limitada que fuera.
Cuando el joven capataz dejó de fantasear y se dio la vuelta para abandonar el aula, se topó con la pizarra sucia y desconchada. Casi imperceptible, todavía se distinguía la sombra de lo que un día fue un verso olvidado que debió calar hondo en la memoria de algún profesor atolondrado (¿o fue una profesora atolondrada?). Un verso que sobrevivió al polvo, la humedad y la podredumbre. Un verso imborrable ante el paso del tiempo.
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